miércoles, 29 de octubre de 2008

Pasos seguros en Plaza Vea

Desde que me animé a ir al supermercado sin lista, hace cosa de dos meses, ahhh... soy otro. Porque, está bien, como decía un técnico de fútbol, uno tiene que saber a quién le va a pasar la pelota antes de recibirla, pero ya más que eso, no. Si no, nunca se gambetearía. Si no, no habría reacción cuando el destinatario elegido quedase marcado de pronto . Está bien eso de tener algunos planes, de imaginar algunas cosas para el futuro más o menos inmediato, pero hasta ahí. Si no, no hay gambeta, y la vida sin gambeta es horrible. Y a los que nos gusta más la gambeta de Ortega o Zidane que la de Messi, el brusco tornear de una cintura es todo. Porque es cierto que en el videoclub nos nublamos y no se nos viene ninguna de todas las películas que estábamos mascullando los días anteriores. Pero de ahí a tener una lista de películas que hay que ver, no gracias. Porque es cierto que un sábado a la noche hay miles de obras para ir al teatro, pero de ahí a tener una lista de obras para mirar, no, paremos la mano. Lo mimso con los libros. Hay que quemar esas ediciones del tipo "1001 películas que hay que ver antes de morirse". ¿Qué? ¿Y después qué? Imaginate un goleador que se fuera haciendo una lista con los tipos de goles que le gustaría hacer en la vida: "de chilena", "tres dedos con la zurda", "tres dedos con la derecha", "de emboquillada". No haría ninguno. O imaginemos un solitario que no encuentra quién lo acaricie en este mundo y fuera haciendo una lista de "lugares donde podría encontrar un amor": "vagón de subte A", "teatro under", "verdulería de Balvanera", "locutorio con Internet", "vagón subte D", "fábrica de Quaker". Infinito, inútil y tormentoso. En cambio, con una vaga idea, pero sin listas... ahhh... Es como el viento, que no tiene una lista de todo lo que tiene que mover cuando sopla. Sólo sopla, a veces de más, a veces de menos, a veces lo justo para que un velero se mueva.

sábado, 25 de octubre de 2008

Baby Etchecolatz

Mediodía. Puerta del Borda, un taxi. Recién me había calzado los auriculares donde el Flaco cantaba algo nuevo, y hacía un instante me había acordado de Charly. Subo al auto, me saco un auricular para el mínimo-imprescindible diálogo con el chofer, para indicarle el destino Azopardo 715, y zas. ¿Tenía que pasar? ¡Pero, tarado, cómo te vas a tomar un taxi y sacarte la música de la oreja! Es mejor cruzar gateando la Panamericana. Ahí estaba, el mierda de Baby Etchecolatz en la fucking Radio 10, en la secuencia de "llamados", hablando contra los docentes en paro. Por alguna razón demoré la vuelta del auricular a la oreja unos segundos. Qué infidelidad imperdonable al Flaco, que seguía cantando algo nuevo. Pero fue un minuto, nada más, de autoflagelación. Escuché el prepoteo del sorete a una oyente a la que se le ocurrió decir que los maestros ganan poco, muy poco, y que -ante sus recrminiaciones con el sello Etchecolatz- le terminó gritando facscita. Cuando cortó, el sorete dice: "Ven, estos son los que reclaman". Mientras escuchaba, en ese minuto interminable, insufrible, le miré los ojos al al conductor a través del retrovisor. Y pensé: "Este tipo lo escucha porque le cree/porque coincide/porque lo considera ingenioso, no lo está escuchando con asco, como idiotamente se puede escuchar 'para ver qué dice un sorete como éste', o sea que me está llevando, básicamente, otro Baby Etchecolatz, acá, a centímetros está". O abría la puerta y me tiraba, o lo escupía, o... Me puse el auricular en la oreja otra vez y clavé la vista en la ventanilla, barrio de Constitución. La voz del Flaco otra vez, cuando doblábamos por avenida San Juan, todavía me esperaba. Fue como una zambullida en un pote de crema del cielo.


PD-NQVCN: Daría una mano -si puede ser la izquierda, mejor- por jugar como Verón.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Religión de ascensor

Diosbendiga es una viejita bajita, algo encorvada, amorosa y muy culo-inquieto que vive en mi edificio. Que se los cuente ella misma, como si se les encontrara una vez a ustedes y no a mí en el ascensor y compartiera apenas esos cuatro pisos. Cuatro pisos de pura fe, donde yo casi ni meto bocado, salvo alguna sonrisa:

- Ah, qué va a hacer. Hay que creer. Veintiséis años viviendo acá. Soy la primera propietaria, y sí. Hay que creer. Vengo de misa. Fui a la de las siete porque a la de las 10 hay mucha gente. Pero a mí me gusta andar. Si hay que bailar bailo, si hay que correr, corro. Y sí, hay que creer. Bueno joven, hasta luego buen mozo. Dios bendiga.

Siempre termina así: Dios bendiga.


viernes, 3 de octubre de 2008

Valorar la cabeza de un economista

La dicroica pegó en la cabeza pelada del economista y me perdí en el reflejo amarillo fuerte, justo cuando decía mercado hipotecario de 15 trillones de dólares. Entonces, sentado en la butaca de ese piso 18, manejé rumbo a Entre Ríos. El día soleado, por la ruta, con mi guaina cebando mate, ahora que se dio cuenta sola de que el secreto es poner poca yerba. Un disco de viaje, con coros nuestros en vivo, y uno, dos o tres días de aire y paz. Caminar, tirarse en el pasto. No más. Sentir el viento en la cara. Redescubrir el olor a verde, como releer un libro hermoso. Mojar los pies en un agua, bajo el sol de un amor de primavera. El economista se movió, el destello en su cabeza pelada se cortó. Volví. Eso es lo más grave de esta crisis. ¿Qué crisis?